Favini II

Favini II

Luca Tancredi Barone Publicado el 9/23/2017

Aparte del agua y la celulosa, para hacer papel se necesita a un buen químico. Sí, porque quien debe garantizar que todo el proceso tecnológico de la producción del papel funcione realmente y que el papel tenga las características físico-químicas adecuadas es quien se ocupa, por su oficio, de esta cuestión. El de Favini, que trabaja desde hace 30 años en dicho campo, se llama Achille Monegato. Y su mayor satisfacción fue haber descubierto el proceso que hizo famosa a esta fábrica de papel: el papel hecho con algas.

Achille Monegato, es un químico apasionado de Primo Levi. «El sistema periódico es el libro que me llevó a elegir esta carrera después de secundaria —dice con brillo en los ojos—. De Levi lo sé todo desde hace mucho tiempo», añade. Monegato trabaja en el mundo del papel desde hace treinta años, durante diez de los cuales trabajó para una multinacional en el extranjero. El resto del tiempo ha estado en Favini. Es él quien le regaló a Favini la patente sobre el uso de las algas en la industria del papel.

¿Qué hace un químico en una fábrica de papel?

Hoy día un químico hace sobre todo de tecnólogo, sigue los aspectos tecnológicos de la producción del papel. Los ingenieros industriales son los que después los ponen en práctica. La diferencia fundamental respecto a todos los demás es que el químico tiene sentido de la materia. Para mí no es tan importante el proceso como el producto final. Y luego, nosotros, los químicos, tenemos una sensibilidad especial hacia los colores.

¿Qué diferencia hay entre el papel de un químico en la industria en los tiempos de Levi y en la actualidad?

Fundamentalmente, mi trabajo hoy día es el mismo que el que hacía Primo Levi en los años cincuenta. Luego Levi se hizo director. Pero también él, y se ve en los episodios que relata en sus libros, se centraba en el elemento, en la materia. Con respecto a cuando Levi comenzó a trabajar en la industria química a finales de los años cuarenta, la diferencia está en que entonces faltaban las materias primas, así que había menos innovación. Hoy día tenemos disponibles muchas más materias primas y productos especiales: solo tenemos que encontrar la forma más apropiada de mezclarlos.

¿Puede dar un ejemplo de cómo usa sus conocimientos para producir papel?

En la superficie del papel debemos poner un producto especial que hace que la tinta se adhiera, de lo contrario se desprendería. En este caso, estamos probando a cerrar el papel con un polímero que debería constituir una especie de película. Debemos regular su absorción. El trabajo del químico sigue siendo muy práctico, tiene algo de artesanal. La inteligencia artificial llegará también aquí, pero tardará todavía un tiempo.

¿Cuál es el mayor reto profesional que ha vivido en sus 20 años en Favini?

El que me trajo más fama, y también más satisfacción. El de aprender a hacer papel con algas en los años noventa. La patente es mía. Como químico, sé que la materia no se destruye. Un átomo de carbono puede ser carbonato de calcio en una montaña o puede quedar atrapado en una fibra de celulosa. En este principio se basa la reutilización de los residuos y los subproductos para crear nuevos productos. Fuimos los primeros que aprendimos a sacar partido a las algas y eso nos dio mayor visibilidad. Nos llevó casi dos años. Al principio, cuando obtuvimos las algas de la laguna de Venecia, resultaban un poco inconsistentes. Por aquel entonces era joven e inexperto: traté de extraer la celulosa con los métodos que había visto en libros. Hasta me compré una olla a presión porque necesitaba un autoclave. Ponía a hervir las algas con sosa cáustica para ver las fibras. Aquello olía fatal, tenía a media fábrica en mi contra. Y nunca conseguíamos obtener nada. Así que decidimos secarlas para conservarlas. En ese momento surgió la idea de molerlas y transformarlas en polvo. El truco estaba en encontrar el tamaño adecuado. Llegamos a ese punto un poco por casualidad, pero al final logramos optimizar la técnica con las medidas correctas. Después probé también con cáscaras de naranjas y con uvas. Era el año 1992. Al final la idea era simple: cogerlas, secarlas, molerlas hasta que alcanzaran el tamaño justo y ponerlas en el papel. Y así abrimos un mundo que nadie había explorado antes.